Los Muros Callan

 



En una hacienda perdida en la espesura del monte, vivían Ernesto y Lucía, un matrimonio marcado por el infortunio. Años atrás, el nacimiento de su único hijo, Octavio, había llenado de júbilo sus días, pero el destino pronto les mostró su crueldad. A los tres años, una fiebre ardiente se llevó la lucidez del niño, dejándolo atrapado en una mente desolada, incapaz de hablar o comprender.

Octavio era ahora un joven de quince años, pero sus ojos vacíos y sus movimientos torpes lo convertían en una presencia inquietante. Su único pasatiempo era recorrer, una y otra vez, los muros del patio, arrastrando los pies y golpeando las piedras con un palo, emitiendo un sonido monótono y perturbador que resonaba por toda la casa.

Ernesto y Lucía, desgastados por años de cuidados infructuosos, habían aprendido a ignorar aquel sonido. Pero el silencio era aún más insoportable, porque en él se escondía el eco de sus propias culpas, de aquel día en que no buscaron al médico a tiempo, de su negligencia disfrazada de resignación.

Una tarde, mientras el cielo se teñía de un rojo enfermizo, Lucía notó algo extraño: Octavio no estaba en el patio. Su andar incesante, siempre audible, se había extinguido.

— ¿Dónde está el muchacho? —preguntó Ernesto, sin levantar la vista del periódico.

Lucía salió al patio, pero no lo encontró. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Lo buscó por toda la casa, llamándolo, aunque sabía que él nunca respondía. Al llegar al granero, la puerta crujió al abrirse, revelando una oscuridad densa y opresiva.

Dentro, Octavio estaba de pie junto a una pila de herramientas oxidadas. Tenía las manos cubiertas de sangre. Frente a él, un conejo muerto yacía destrozado, con las entrañas esparcidas. Lucía gritó, pero Octavio apenas reaccionó. Se limitó a mirarla con esos ojos vacíos, sosteniendo un cuchillo que no parecía haber pertenecido al granero.

Esa noche, Ernesto decidió encerrar a Octavio en su habitación. No por castigo, sino por miedo.

—Es solo un animal —dijo Ernesto, intentando calmar a Lucía. Pero en su interior, sentía algo distinto. Algo se había quebrado.

A la mañana siguiente, cuando Lucía fue a ver al chico, lo encontró de pie junto a la ventana. Había dibujado algo en la pared con sus dedos manchados de sangre seca. Eran formas torpes, pero claras: dos figuras humanas, caídas en el suelo, y sobre ellas, otra figura más pequeña con un cuchillo en la mano.

Lucía retrocedió, sintiendo un frío que le calaba los huesos. Esa noche, la cerradura de la habitación de Octavio fue reforzada, pero ni siquiera los muros parecían suficientes para contener la amenaza.

En la madrugada, Ernesto despertó con un grito sofocado. Lucía no estaba en la cama. Al salir al pasillo, lo vio: Octavio, de pie, con el cuchillo aún en mano, y a sus pies, el cuerpo inmóvil de su madre.

Ernesto intentó huir, pero el sonido del palo golpeando las paredes le cortó el paso. Octavio no lo seguía, pero aquel ruido, que nunca había dejado de escucharse, parecía estar en todas partes.

En un acto desesperado, Ernesto encerró al muchacho en el sótano y bloqueó la puerta. Lo dejó allí, sin comida ni agua, esperando que la locura lo consumiera antes de que él pudiera ser la próxima víctima.

Días después, el sonido del palo cesó. Ernesto, con una mezcla de alivio y temor, decidió bajar al sótano. Allí encontró el cuerpo de Octavio, tirado en el suelo, rígido, pero con una sonrisa extraña en su rostro.

Cuando subió las escaleras, sin embargo, el sonido del palo golpeando los muros volvió a escucharse, incesante, como una burla.


María de los Ángeles Valencia, escritora y poeta argentina nacida en Salta en 1992, está emergiendo en el mundo de la escritura. Estudió mecánica dental y actualmente cursa el Profesorado de Lengua y Literatura. Publicó un libro de haikus “Pequeñas porciones”: el arte de los poemas breves (2024).

 

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