Una Mirada Desde la Ventana: Historia de Amor, Lucha y Legado en Comas

 


En el barrio Comas, Lima, Perú, habitaban muchas familias, y entre ellas estaban la familia Ordóñez y la familia Vargas, dos familias completamente distintas. La familia Ordóñez, muy divertida, amiguera, amable, unida, y por otro lado, la familia Vargas, muy reservada, no muy social, pero humilde. Terminando el quinto año de secundaria, Yolanda se asomó por la ventana y observaba que en la casa de al frente, la familia Ordóñez, la presencia de un joven, guapo y apuesto. El joven, llamado Miguel, tenía el presentimiento de que alguien lo observaba, y voltea hacia la ventana de ella, y se quedó completamente enamorado de Yolanda. Miguel, entonces, decide mandarle una carta a Yolanda, presentándose y pidiendo para salir a caminar. Ella, muy emocionada, decide aceptar. En la tarde, ella sale con la excusa de ir a comprar pan, para evitar problemas con su mamá y sus hermanastras. Miguel y Yolanda se encuentran y empiezan a pasear en un parque que queda cerca de su hogar, conversando entre risa y risa, hasta que oscureció. El día siguiente, Miguel y Yolanda se dieron cuenta de que estaban enamorados. Pasaron los años, y contra todas las críticas y los prejuicios del barrio, Miguel y Yolanda se casaron. No fue fácil. La familia Vargas nunca terminó de aceptar del todo a los Ordóñez, y la distancia entre ambas casas se mantuvo, aunque sus hijos ahora compartían una vida. Miguel y Yolanda se fueron a vivir a su propia casa, pequeña pero llena de amor y esfuerzo. Con el tiempo, tuvieron dos hijos: Jennifer, inteligente y curiosa desde pequeña, y Frank, fuerte, inquieto y con el corazón noble de su padre.

Mientras criaban a sus hijos, Miguel decidió cumplir un sueño: postuló a la Policía Nacional del Perú (PNP). Con sacrificio, disciplina y mucha perseverancia, logró ingresar. Se convirtió en un policía respetado, siempre justo, siempre valiente. Yolanda, aunque vivía con el corazón en la mano cada vez que él salía a trabajar, se mantenía firme, apoyándolo en todo. Sin embargo, la vida, a veces tan injusta, les jugó una mala pasada. Durante una intervención peligrosa en una zona complicada, Miguel perdió la vida. La noticia llegó como un balde de agua fría. Yolanda gritó de dolor, sus hijos no entendían por qué su papá ya no volvería a casa. Desde aquel día, la tristeza se instaló en su hogar. Yolanda hacía todo lo posible por seguir adelante, pero su cuerpo y su alma comenzaron a deteriorarse. Llegó incluso a visitar a un curandero, buscando alivio para el vacío que sentía por dentro. Decían que el curandero era sabio, que podía sanar con hierbas y rezos antiguos. Pero ni eso logró llenar el hueco que Miguel había dejado. Jennifer, con esfuerzo, terminó sus estudios y se convirtió en profesora. Enseñaba con paciencia, con ternura, como si en cada niño que tenía al frente buscara sembrar un poco de esperanza. Frank, más callado y reservado, se dedicó a manejar camiones de carga, recorriendo largas rutas por la costa y la sierra, llevando en cada viaje el recuerdo de su padre y el orgullo de su apellido. La familia nunca fue perfecta. La familia Vargas seguía sin querer saber nada de los Ordóñez. Nunca hubo reconciliación entre ambos lados, y los silencios en las reuniones del barrio lo demostraban. Pero Jennifer y Frank crecieron con valores, con fortaleza, con dignidad. Su madre, Yolanda, aunque envejecida por la pena, se sentía orgullosa de ellos. Y así, la historia que comenzó con una mirada entre ventanas, terminó con una vida marcada por el amor, el sacrificio y la lucha. Porque, aunque Miguel ya no estaba, su memoria vivía en cada paso de sus hijos, en cada lágrima de Yolanda, y en cada rincón del hogar que juntos construyeron. Los años siguieron pasando, y la vida -aunque con heridas- continuó su curso. Jennifer, convertida en una maestra muy querida en su colegio, se dedicaba por completo a sus alumnos y a cuidar de su madre, Yolanda. Pero en silencio, en su corazón, siempre había sentido una ausencia: la de su padre, Miguel. Lo recordaba con claridad -sus palabras firmes, sus abrazos cálidos, su uniforme colgado en la pared-, y a veces, en la soledad de su cuarto, le hablaba en voz baja como si él aún pudiera oírla. Un día, durante una capacitación docente en Lima, Jennifer conoció a Eyner, un joven conductor profesional, sencillo, atento, con una sonrisa sincera y una mirada que hablaba con el alma. Al principio, ella no le dio mucha importancia. Pero con el tiempo, sus conversaciones se volvieron largas, sus silencios cómodos, y sus risas inevitables. Un sábado, mientras caminaban por un parque -igual que sus padres tantos años antes-, Eyner la miró con ternura y le dijo:

-Tú tienes un corazón muy grande, Jennifer. Me haces sentir en casa. Jennifer sintió algo especial. Una sensación familiar. Eyner tenía una forma de ser que le recordaba a su papá Miguel: respetuoso, protector, cariñoso. No era solo una coincidencia, era como si la vida, después de tanto dolor, le estuviera devolviendo un poco de lo que le había quitado. Con el tiempo, se enamoraron profundamente. Se casaron en una ceremonia sencilla pero llena de amor. Yolanda, ya mayor, lloró de emoción al ver a su hija empezar una nueva etapa. En su corazón, sintió que Miguel estaba ahí, acompañándolas desde algún lugar. Y en la fiesta, mientras sonaba una marinera suave de fondo, Jennifer bailó con Eyner, y por un momento cerró los ojos... y sintió que su papá estaba ahí, abrazándola también. El tiempo siguió avanzando, como las estaciones que van y vienen sin detenerse. Yolanda, ya con el cabello completamente blanco y las manos arrugadas por los años, solía sentarse en su sillón preferido, frente a la ventana donde todo había comenzado. Ahí, en ese mismo lugar, vio por primera vez a Miguel… y ahí mismo, muchas veces, lo recordaba con una sonrisa en los labios y lágrimas en los ojos. Jennifer y Eyner formaron una familia hermosa, llena de valores y amor. Por su parte, Frank, el hermano trabajador y reservado, también se casó con una mujer noble, y juntos criaron a sus hijos con esfuerzo, viajando por todo el Perú en su camión.
Entre Jennifer y Frank, le dieron cinco nietos a Yolanda. Y aunque cada uno tenía personalidades diferentes, compartían algo en común: el gran respeto y admiración por la figura de su abuelo Miguel, a quien conocían solo por las historias de su madre y su abuela, pero que sentían como si lo hubieran conocido toda la vida. Desde pequeños, los cinco nietos jugaban a ser policías. Usaban silbatos de juguete, hacían rondas por el jardín, y hasta inventaban operativos para "cuidar el vecindario". A medida que crecieron, ese juego se transformó en vocación. Uno a uno fue repitiendo lo mismo: -Quiero ingresar a la Policía Nacional… como mi abuelo Miguel. Yolanda, con el corazón lleno de orgullo, veía cómo el legado de su esposo no solo se mantenía vivo, sino que se multiplicaba en cada uno de sus nietos. Aunque el destino le arrebató a Miguel muy temprano, la vida se encargó de que su amor, su valentía y su ejemplo jamás se perdieran. En la casa familiar, sobre una repisa sencilla, descansaba la foto de Miguel con su uniforme, enmarcada con flores secas. Cada vez que uno de los nietos se preparaba para postular a la PNP, pasaba por allí, lo miraba con respeto y murmuraba: -Este paso es por ti, abuelo. Y así, en el corazón de Comas, entre calles llenas de historia y recuerdos, la familia de Miguel y Yolanda se convirtió en símbolo de lucha, amor y honor. Porque hay historias que, aunque tengan dolor, también tienen fuerza. Y esta, sin duda, fue una de ellas. 

Harumi Luciana Puma Ordoñez 


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