LA MUJER DE OJOS FELINOS
Apenas traspasé el umbral del edificio la recordé. El cuarto oscuro de la
memoria funciona discriminando y nunca se sabe cuál es la mezcla exacta de luz y
sombra que da una foto memorable. La sombra predominaba en mi foto: después
de unos años de convivencia me había quedado solo y en la calle. Con María nos
queríamos en una dialéctica de imán y limadura, de ataque y defensa, de pelota y
pared. Fue una noche fría de invierno, ya nos habíamos dormido, pero un grito seco
y breve como de espasmo de histeria y sexo me despertó. María se había sentado,
estaba pálida y sus ojos felinos se habían llenado de un color sanguíneo. Nunca
me había parecido tan extraña. ¡Miguel! ¡Andate! ¡No quiero verte más! Cerrándose
el deshabillé rojo lo dijo. Una correntada violenta me invadió y me sentí herido,
atontado. Corrí hacia la negrura de la noche. Sin otra alternativa busqué un refugio
propicio para el recomienzo: un departamento en el barrio de Almagro que nos
albergara a mi gato Homero y a mí. Fue como si de golpe toda la veteranía del
pasado dejara de operar. Mi nuevo hogar ubicado en el segundo piso daba a la
calle en un balcón florecido. Primero ordené la biblioteca con los libros de Julio
Cortázar y luego la colección de la “Quinta sinfonía” de Beethoven. Dejé para la
mañana siguiente mi cuarto. Fue entonces cuando en esos despertares confusos
del ser humano la descubrí. Sobre la pared blanca se desparramaba desafiante. Si
la tuviera que definir diría que se asemejaba a un cuerpo de mujer agazapada como
quien se prepara para dar un salto. El vestido largo y amplio de color rojo se
desparramaba en vuelos concéntricos y se detenía envolviendo el óvalo de la cara
que parecía sonreír. Me asustó verla, me pareció que me miraba desafiando quién
sabe qué instinto. Una noche me desperté sobresaltado, un grito de insoportable
voluptuosidad como jadeo de amor provenía de la pared y el cuerpo danzaba
como una sombra epiléptica bajo los efectos de la hipnótica música de la Quinta
Sinfonía que misteriosamente comenzó a sonar. Homero se paseaba cauteloso con
el pelaje erizado y las orejas en punta. Entonces corrí hasta la cocina: en unos
canastos de la mudanza se apilaban unas latas de pintura blanca. Me temblaban las
manos y un copioso sudor me mojaba la camisa. __Vos no me vas a vencer
fácilmente__ pensé mientras revolvía el cajón para encontrar el pincel. Finalmente
ya con los elementos en la mano (la sinfonía seguía sonando) crucé el pasillo y casi
rodando (me tropecé con la alfombra) llegué al cuarto. Abrí furiosamente la lata y
con el pincel en mano le di varias pasadas. Diría que estuve pintando esa pared
durante quince minutos mientras le gritaba __ ¡Vas a desaparecer maldita!__ La
mancha ya casi no se veía. Quedé extenuado, ya sin fuerzas me recosté sobre el
sillón y me quedé dormido: “unos brazos de mujer se alargan hasta aprisionarme
con fuerza el cuello, quiero gritar pero las palabras se ahogan en mi garganta. No
puedo respirar. Un charco de sangre cubre el tapizado”. Salté del sillón, el reloj
despertador sonaba en el cuarto. El aire olía raro. Apenas pude saborear mi café
matinal que tenía un gusto a moneda vieja. No pude concentrarme mucho en
preparar mi clase del día para mis alumnos de letras “El mito griego en la literatura
argentina”. Cerré la puerta con fuerza (Homero ronroneaba del otro lado) y salí a la
calle. La tarde en la Facultad de Filosofía y Letras se me pasó vertiginosamente,
quizás porque el mundo del cuento “Las ménades” de Julio Cortázar nos transportó
al frenesí y a la locura de las sacerdotisas del dios Dionisio. Regresé al
departamento al atardecer, hacía frío y una llovizna suave me había empapado todo.
Me sacudí la lluvia del pelo y de la ropa y me limpié los pies en el felpudo antes de
entrar. Homero me recibió muy inquieto, no paraba de dar vueltas alrededor del
sofá. __¿Qué pasa Homero, te sentís bien__ le pregunté. Como respuesta me saltó
y arañó mi brazo. Algo inusual en él. Entonces lo senté en mi falda y le acaricié las
orejas para calmarlo. Una ducha caliente será mi mejor premio ¿No Homero? Pero
el gato parecía no asentir porque empezó a ronronear muy fuerte. Cuando abrí la
puerta de mi cuarto para buscar otra muda de ropa, ella me miraba socarronamente
desde la pared. Había vuelto a aparecer y esta vez más roja y extendida. ¡No lo
podía creer! Me miraba, juro que me miraba altaneramente mientras se pasaba la
lengua golosamente por los labios. Apenas pude hacer unos pasos hasta la mesa
de luz donde guardaba la tijera. ¡Maldita! ¡Te voy a destrozar! y empuñé la tijera
con todas mis fuerzas varias veces sobre ella. Beodo de rabia, me caí vencido
sobre el piso frío, de espaldas y con los brazos abiertos.
Después de varios días los vecinos del departamento escucharon golpes
desesperados que repiqueteaban en la pared del departamento contiguo y llamaron
a la policía. Cuando finalmente pudieron abrir la puerta encontraron al profesor que
yacía en el suelo con el rostro amoratado y el cuerpo sin los miembros superiores.
Homero con los ojos desorbitados colgaba de una percha. En la pared una mujer
de ojos felinos se pasaba golosamente la lengua por los labios ensangrentados y
sonreía. Histéricamente sonreía.
Graciela Susana Nardín es Bachiller en Letras, Profesora de Castellano, Literatura
y Latín. Fue coordinadora del taller literario “De puño y letra” y de cinco ediciones
de las revistas del mismo nombre. “El galponcito” es el taller que dirige
actualmente. Correctora literaria y prologuista de varios autores locales. Tiene
publicadas tres obras literarias. En diciembre del año 2023 recibió el primer
premio en la categoría cuento en el 22° Certamen Internacional de poesía y
cuento “Mis escritos”.
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