LA NAVAJA

 


__Aborrezco las navajas, atraen la tragedia__ me dijo el primer día cuando entré a trabajar como aprendiz en la peluquería. Había heredado de su padre la famosa barbería “Don Julio” en Villa Ana: un pueblo tradicional de la cuña boscosa santafesina.  En el mismo sitio donde hace muchos   años el movimiento de trabajadores era incesante y el ruido de las máquinas se volvía enloquecedor, hoy hay silencio y quietud. Pequeños árboles crecen en espacios abandonados que antes solían ocupar grandes ventanales y sólo los pájaros se atreven a quebrar con su canto la calma que se respira.  Villa Ana, en el departamento General Obligado, fue uno de los denominados pueblos forestales que fundó la empresa británica “La Forestal” para explotar los espesos montes de quebracho.  Aunque no le gustaba ese oficio lo sobrellevaba con dignidad y para que   la amargura no le royera por dentro   decidió realizar algunos cambios en la fachada exterior e interior del edificio de estilo inglés. Un cartel tallado en madera “Peluquería René” daba la bienvenida al salón principal: el rojo bermellón custodiaba   los secadores y las sillas de lavado para   cabellos. El dressoire de estilo inglés sostenía las diferentes formas de tijeras (no había navajas) y una gran puerta de algarrobo comunicaba con la perfumería. Santos, un contrabandista paraguayo, le proveía de perfumes, bijouterie  y  otros productos.  Yo entré como asistente a los diecisiete años. En el pueblo no tenía muchas opciones de seguir estudiando y René me abrió las puertas de su negocio. Me esperaba todas las mañanas con el café caliente, el aroma a manzanilla, malva, verbena, y la música de Guaraní “Me acuerdo del quebracho que caía con un ruido de trueno entre los montes y el retumbar del hacha en el silencio espantando a los pájaros cantores” o el chamamé Kilómetro 11: “Olvida, mi bien, el enojo aquel/ que así nuestro amor irá a renacer/ Porque comprendí que no sé vivir así sin tu querer” que amaba especialmente   con expresión de cansancio y resignación.  No hablaba mucho, pero a veces cuando las manos se le transformaban en una hoja de tártago verdosa y nervuda, como separadas del resto del cuerpo, en ese ir y venir de las tijeras me contaba acerca del amor de su vida: Alberto, el joven ingeniero forestal, que había venido al pueblo a trabajar desde la capital. Ese hombre alto, de piel aceitunada y unos mechones rubios que le caían sobre la frente.  “Nunca vi alguien tan bello” me dijo con su sonrisa humilde.  Nunca me contó la causa de la separación. Yo lo vi sólo una vez rondar por la vereda de la peluquería y realmente comprobé que sólo necesitaba existir para que el mundo girara a sus pies. Después me contaba con angustia acerca de la rebelión de enero de 1921: __Se llevó a mis abuelos, fue el episodio final de más de dos años de conflicto abierto en el norte santafesino. Comenzó a fines de 1918, cuando los trabajadores de las fábricas de tanino, de talleres, montes, trenes y lanchas, habían comenzado a organizarse y reclamar mejoras. Mi abuela hachera    era la compañía necesaria para el abuelo en los obrajes: cocinaba, criaba a sus hijos y realizaba con ellos el debaste (limpieza de los maderos) de los troncos pesadísimos, de varias toneladas, que transportaba el cachapecero y lo hacían sin paga alguna, trabajadora sin documentos y aún sin poder votar".

El ruido del afilar las tijeras apenas me dejó oír lo que me dijo esa mañana de diciembre cuando el aire de los ventiladores secaba las gargantas: __Me siento tan sola__. Entonces hizo lo de siempre cuando una emoción la embargaba: encorvó la espalda  como tratando de preservar el pecho. Sus ojos sin vida interior, marchitos, se agrandaron tratando de aferrarse a algún rayo de razón para vivir.  Yo no supe qué hacer: si abrazarla o sacudirla muy fuerte.  Pero seguí afilando más fuerte las tijeras. René, acodada en el secador de pelos, se largó a llorar.  No supe qué decirle y me fui a deambular por el pueblo. Como tantos otros mediodías, cuando el calor se hacía insufrible, me senté debajo del algarrobo, enfrente de la chimenea de La Forestal, testigo silenciosa de la historia de mi pueblo. Entre mitades de sandías que niños y perros merodeaban, sentí tanta bronca e impotencia que   lloré sin consuelo.   El pueblo olía a flores machacadas. Algo como un instinto cavernoso pasó por mi sangre.  Regresé a la peluquería, la puerta ya estaba cerrada, así que di la vuelta por el callejón y entré por la puerta de atrás. Me sorprendió el silencio, me subió un frío desde abajo hasta la nuca y me detuve. Una araña se arrinconó en el zócalo y empezó a subir la pared. Entonces la vi a René con la boca abierta y las muñecas cercenadas. El chasquido de la sangre que empezaba a manar fue deslizándose por detrás de la silla en la que hace instantes se había sostenido a la tierra. Las tijeras acallaban sus cantos. De un clavo de la pared el retrato de un joven hermoso observaba la escena.

   Ahora abro todas las mañanas mi propia peluquería “Lo de Mercedes: peluquería de damas y caballeros”.  El aroma a manzanilla, malva, verbena y los acordes de un chamamé me llevan a las tristes memorias. Seguramente un día   Alberto atravesará la puerta.  Mis manos lavarán sus mechones rubios. Él cerrará sus ojos azules y se dejará rasurar dócilmente la incipiente barba. El salón se ahogará de música dionisíaca y yo acariciaré suavemente su cuello. La navaja se detendrá para rajar la garganta más bella del mundo porque en mi peluquería, sí hay navajas y de doble filo.  (Autora: Graciela Nardín)


BIOGRAFÍA DE LA AUTORA

Graciela Susana Nardín es Bachiller en Letras, Profesora de Castellano, Literatura y latín. Fue coordinadora del taller literario “De puño y letra” y de cinco ediciones de las revistas del mismo nombre. “El galponcito” es el taller que dirige actualmente. Correctora literaria y prologuista de varios autores locales. Tiene publicadas tres obras literarias.  En diciembre del año 2023 recibió el primer premio en la categoría cuento en el 22° Certamen Internacional de poesía y cuento “Mis escritos”.


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