ROCÍO
Medianoche.
La plaza y todos los lugares están vacíos. Un viento de quietud deja un vaho
apenas perceptible sobre la escena. En un banco de madera, bajo la copa de un
eucaliptus, dos hombres comparten el silencio. Sentados. Ambos miran hacia
adelante, aunque la oscuridad hace difícil distinguir hasta donde estiran sus
miradas. Una farola deja caer una luz amarillenta sobre los extraños, alargando
sus sombras contra el suelo. No hay testigos, ni vida alrededor. Uno de los
hombres carraspea para despejar la garganta y el otro se hunde más en la
incomodidad de su silencio. El tipo que acaba de toser lleva un sombrero negro,
de copa alta. Debajo del sobretodo negro, se nota la elegancia de un traje
gris, con pequeñas líneas verticales. Los zapatos, negros como el sombrero y el
sobretodo, brillan como el pasto que sufre la caída del rocío. Tiene en la mano
una petaca. La farola deja el reflejo de su luz en el vidrio de la pequeña
botella. El hombre toma un trago. Ahora mete la mano en el bolsillo interno del
sobretodo y busca el paquete de cigarrillos. Prende el pucho y su rostro áspero
es invadido por un humo neblinoso. El otro, de campera y pantalón azul oscuro,
sostiene sus pensamientos bajo un silencio hosco. Abriga su cara una larga
barba entrecana y lleva alrededor del cuello una bufanda rayada. La farola deja
el reflejo de su luz en la hoja del cuchillo que el tipo tiene en la mano. Gira
la cabeza, amaga levantarse, pero solo se trata de un movimiento para
acomodarse mejor en el banco. Una espera nerviosa los envuelve y los enajena.
El tipo de sobretodo murmura algo violento por lo bajo y toma un trago. El
otro, mudo de palabras y de gestos, lo escucha. Sobre un costado, un cantero de
malvones se extiende hacia la parte interior de la plaza, chocando contra un
arenero. Sobre los hombros de los extraños asoman un bebedero, algunos juegos
para chicos y un mástil sin bandera. La plaza está rodeada de eucaliptus, de
álamos, de pequeños pinos y de alguna palmera. El pasto, que se va encharcando
bajo el rocío, es cortado por rosales, madreselvas y claveles. La escasa luz
impide ver los colores. Todo queda bajo un ocre de ceniza. La noche es la tela
sobre la que se teje la ira de los dos extraños. Unos ladridos lejanos llegan
desde algún lugar. El tipo del sobretodo ha apagado su cigarrillo debajo del
zapato. El calor de las brasas y del humo lo cobijó por un momento. Y cobijó lo
evidente que parece estar por llegar. Un insulto breve y por lo bajo es lanzado
por el tipo de barba. El otro aprieta el puño para contenerse y espera que su
rabia amaine. Ahora el viento parece revivir y el vaho se hace palpable. La
humedad brota del cemento de las calles, de las veredas y de las casas
ausentes. Unos pájaros revolotean, acomodándose para pasar la noche en la copa
de los árboles. No se mueven las hojas del eucaliptus que cubre a los extraños.
Los dos tipos sienten que llega lo inevitable. La suerte los condena. Uno de
los sujetos apoya sus manos sobre sus rodillas y se incorpora. El otro lo
imita, aunque con mayor parsimonia. Los dos están parados ahora, expectantes,
delante del banco de madera. Uno frente al otro. Al erguirse, dejan al
descubierto la parte posterior del banco. El cuerpo sin vida de un tipo con
uniforme queda a la vista. La noche ya no lo cubre, los extraños no lo ocultan.
Y el rocío moja el cuerpo triste y sin vida del uniformado. Los dos hombres
inician una caminata de pasos fríos, sin cautela, al abrigo del vacío que es
todo el lugar. Llegan a la esquina, cada uno elige un destino y se separan.
Apenas han pasado unos instantes de la medianoche. El viento se adormece. Y los
extraños han tejido su ira, sobre la gruesa tela de la noche.
Alejandro Jacobsen es un escritor argentino que
ha publicado Tormenta/textos (2018, La Porteña Editorial) y La pequeña vida de
Don León (2023, Alción Editora). Tuvo un ciclo radial llamado Radio Kriminal. Coordina
un taller de lectura en la Biblioteca Popular de Tanti, Córdoba, Argentina.
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